En estos momentos una pareja se está besando en el asiento trasero de mi taxi. Tengo sus rostros perfectamente encuandrados en mi espejo retrovisor: él besa con la mirada caída hacia los labios de ella y ella, por su parte, mantiene sus ojos clavados en los ojos de él. Ella mira que él mira los labios de ella. Delicioso bucle aquel que se retroalimenta.
Ahora ambos abren más las bocas y cierran los ojos. Se abandonan. Resulta curioso el poder de coordinación de los besantes; que ambos sepan cuándo abrir y cerrar la boca, o en qué momento deciden traspasar la frontera del otro con la punta de la lengua, o cuál será el instante preciso para volver a abrir los ojos y regresar al mundo real. Resulta curioso el beso en sí, el porqué nos atraen tanto las bocas ajenas, por qué tendemos a juntar nuestros dos pares de labios y no las nucas, por ejemplo, o las plantas de los pies, o las corvas. Será tal vez la necesidad de unir dos lenguajes en uno: callarse la boca mutuamente para no decir nada y decirlo todo al mismo tiempo. Probar las palabras del otro auscultando su lengua o analizando el sabor de su saliva. Leer entre labios.
De repente, mi taxi choca contra el coche de delante. No se puede estar a todo
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